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martes, marzo 21, 2006

Mensaje de cuaresma: Cardenal Quezada.


Se acerca la Pascua del Señor, solemnidad de solemnidades, celebración anual de la pasión, muerte, sepultura y resurrección de Cristo, nuestro Señor y Salvador. Con esta carta pastoral, pongo en sus manos una serie de reflexiones para invitar a todos a vivir la Cuaresma y la Pascua en este año con particular intensidad, en el doble aspecto de la muerte y la resurrección, del anonadamiento y la exaltación, de la cruz y la esperanza.
La Cuaresma nos encuentra viviendo en un tiempo en el cual la violencia desenfrenada y las graves amenazas a la vida se ciernen sobre nuestra población guatemalteca. Es por ello un momento propicio para acoger la invitación del Señor a realizar un alto en nuestro camino pata reflexionar. Por eso, debe ser éste un tiempo de renovación interior, de conversión total, de reconciliación con Dios y con los hombres. Con el apóstol san Pablo me permito suplicarles, como humilde colaborador de Dios y ministro de la reconciliación: “en nombre de Cristo, les pedimos que se reconcilien con Dios” (2 Cor 5,20).
Una invitación a la penitencia La cuaresma se inicia con el Miércoles de Ceniza. En dicha jornada, al comenzar los cuarenta días de preparación para la Pascua anual, la Iglesia nos impone la ceniza sobre la cabeza y nos invita a la penitencia. La palabra penitencia se repite en muchas páginas de la Sagrada Escritura, resuena en la boca de tantos profetas y, en fin, de modo particularmente elocuente, en la boca del mismo Jesucristo: “Arrepiéntanse, porque el reino de los cielos está cerca” (Mt 3,2). Se puede decir que Cristo introdujo la tradición del ayuno de cuarenta días en el año litúrgico de la Iglesia, porque Él mismo “ayunó cuarenta días y cuarenta noches” (Mt 4,2), antes de comenzar su vida pública. Con este ayuno cuaresmal, la Iglesia en cierto sentido está llamada cada año a seguir a su Maestro y Señor, si quiere predicar eficazmente su Evangelio.
Convertirse a Dios
En sentido evangélico, la penitencia significa sobre todo conversión. Es muy significativo el pasaje del Evangelio del Miércoles de Ceniza. Jesús habla del cumplimiento de los actos de penitencia conocidos y practicados por sus contemporáneos, los miembros del pueblo de la Antigua Alianza. Pero al mismo tiempo crítica el modo puramente externo del cumplimiento de los actos de la piedad judía: limosna, ayuno y oración, porque ese modo es contrario a la finalidad propia de ellos. El fin de los actos de penitencia es acercarse más profundamente a Dios mismo para poder encontrarse con Él en lo más íntimo de nuestra condición humana, es decir, en el secreto del corazón.
“Cuando des limosna, no lo anuncies con trompeta, como hacen los hipócritas en las sinagogas y por las calles, para que los alaben los hombres... tú, en cambio, que no sepa tu mano izquierda lo que hace la derecha, para que tu limosna quede en secreto; y tu Padre, que ve lo secreto te recompensará. Cuando ustedes hagan oración, no sean como los hipócritas, a quienes les gusta orar de pie en las sinagogas y en las esquinas de las plazas, para que los vea la gente… Tú, en cambio, cuando vayas a orar, entra en tu cuarto, cierra la puerta y ora ante tu Padre, que está allí, en lo secreto; y tu Padre, que ve lo secreto, te recompensará. Cuando ustedes ayunen, no pongan cara triste, como esos hipócritas que descuidan la apariencia de su rostro para que la gente note que están ayunando… Tú, en cambio, cuando ayunes, perfúmate la cabeza y lávate la cara, para que no sepa la gente que estás ayunando, sino tu Padre, que está en lo secreto; y tu Padre, que ve lo secreto, te recompensará” (Cf. Mt 6,1-18).
Por tanto, el principal significado de la penitencia es algo interior y espiritual. El esfuerzo principal de la penitencia consiste en entrar en sí mismo, en lo más profundo del propio ser, entrar en esa dimensión de la propia humanidad en la que, en cierto sentido, Dios nos espera. Como ya notaba el tan querido Papa Juan Pablo II, “el hombre exterior debe ceder en cada uno de nosotros al hombre interior y, en cierto sentido, dejarle el puesto”. En la vida cotidiana, el hombre no siempre vive en profundidad. Jesucristo indica claramente que también los actos de devoción y de penitencia (como el ayuno, la limosna, la oración) que por su finalidad religiosa son principalmente interiores, pueden ceder a una vivencia meramente superficial, y, por lo tanto, pueden ser falsificados.
En cambio, como conversión a Dios, la penitencia exige sobre todo que el hombre rechace las apariencias, que sepa liberarse de la falsedad para encontrarse en toda su verdad interior. “Hasta una mirada rápida, breve, en el fulgor divino de la verdad interior del hombre, es ya un éxito. Pero es necesario consolidar hábilmente este éxito mediante un trabajo sistemático sobre sí mismo. Tal trabajo se llama ascesis (así lo llamaban ya los griegos de los tiempos de los orígenes del cristianismo). Ascesis quiere decir esfuerzo interior para no dejarse llevar y empujar por las diversas corrientes exteriores, para permanecer así siempre ellos mismos y conservar la dignidad de la propia humanidad” (Juan Pablo II, Catequesis sobre la Cuaresma, 7-2-79).“Pero el Señor Jesús nos llama a hacer aún algo más. Cuando dice “entra en tu cuarto y cierra la puerta”, indica un esfuerzo ascético del espíritu humano que no debe terminar en el hombre mismo. Ese encerrarse debe ser, al mismo tiempo, la apertura más profunda del corazón humano. Es indispensable para encontrarse con el Padre, y por eso debe realizarse. “Tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará”. Aquí se trata de recobrar la sencillez de pensamiento, voluntad y corazón, que es indispensable para encontrarse con Dios en el propio yo interior. ¡Y Dios espera esto para acercarse al hombre interiormente recogido y, a la vez, abierto a su palabra y a su amor! Dios desea comunicarse a la persona así dispuesta. Desea darle la verdad y el amor que tienen en Él la verdadera fuente” (Juan Pablo II, ibid).
Liberación espiritual
La tarea principal de la Cuaresma, sobre todo como preparación para la celebración anual de la Pascua, debe tocar al hombre interior, a su corazón y a su conciencia. En esto consiste el esfuerzo esencial de la penitencia. La voluntad de convertirse a Dios es encaminada, por así decirlo, por la gracia de la conversión y, al mismo tiempo, del perdón y de la liberación espiritual. La penitencia no es sólo un esfuerzo o una carga, sino también una nueva vida, una esperanza, una alegría.
Parece que el hombre contemporáneo ha perdido en cierta medida el sabor de esta alegría. Ha perdido, además, el sentido profundo de aquel esfuerzo espiritual que permite volver a encontrarse a sí mismo en toda la verdad de la propia intimidad. A esto contribuyen muchas causas y circunstancias. Nuestra civilización –sobre todo en Occidente–, estrechamente vinculada con el desarrollo de la ciencia y de la técnica, descubre la necesidad del esfuerzo y de la eficiencia racional y técnica; pero ha perdido notablemente el sentido del esfuerzo del espíritu, cuyo fruto es el hombre visto en sus dimensiones más profundas. Será siempre necesario, por eso mismo, un mayor esfuerzo para recuperar este sentido profundo.
Redescubrir la dignidad de la persona humana
Una de las realidades más fundamentales que hemos de recuperar es la conciencia de la dignidad y del valor de la persona humana. Lamentablemente, muchos viven influenciados por una mentalidad particularmente sensible a las tentaciones del egoísmo, siempre dispuesto a resurgir en el ánimo humano. Tanto en el ámbito social, como en el de los medios de comunicación, la persona está a menudo acosada por insistentes mensajes que, abierta o solapadamente, exaltan la cultura de lo efímero y lo hedonístico. Aun cuando no falta una atención al prójimo cuando acontecen calamidades naturales, guerras u otras emergencias, generalmente no es fácil desarrollar una cultura de la solidaridad. ¿No es cierto que sobrevivimos en un clima de violencia y de irrespeto a la vida? “En Guatemala la vida humana no vale nada” clamábamos recientemente los obispos de Guatemala. Se trata de una cultura de la muerte en donde cada quien vela por sus propios intereses. En nuestros días, lo más triste es que, a pesar de se habla de los derechos humanos, en realidad no se aceptan ni se acogen en toda su profundidad. El espíritu del mundo altera la tendencia interior a darse a los demás desinteresadamente, e impulsa a satisfacer los propios intereses particulares. Se incentiva cada vez más el deseo de salvaguardar la propia vida y acumular bienes, aún a costa de los demás. Se incrementa el relativismo moral y el afán desmedido del propio bienestar individual impide a la criatura humana abrirse al Creador y a sus semejantes.
La explotación del hombre, la indiferencia por el sufrimiento ajeno, la violación de las normas morales y de los derechos humanos, las múltiples amenazas a la vida humana desde su concepción hasta su final natural, son sólo algunos de los frutos de esta cultura. Frente al triste espectáculo de la pobreza permanente que afecta a gran parte de la población de Guatemala y del mundo, ¿cómo no reconocer que la búsqueda de ganancias a toda costa y la falta de una activa y responsable atención al bien común llevan a concentrar en manos de unos pocos gran cantidad de recursos mientras el resto de la mayoría sufre la miseria, el hambre, la falta de salud, el abandono y la exclusión?
Apelando a los creyentes y a todos los hombres de buena voluntad, la Iglesia ha reafirmado de forma insistente y constante el valor de la vida humana y su inalienable dignidad como ser humano y criatura de Dios. La vida del hombre es un don precioso que hay que amar y defender en cada fase. El mandamiento "No matarás", exige siempre el respeto y la promoción de la vida, desde su principio hasta su ocaso natural. Es un mandamiento que no pierde su vigencia ante la presencia de tantas situaciones que limitan al individuo y a la comunidad humana, como la enfermedad, la ancianidad, la pobreza extrema. Si todas estas situaciones, con sus inevitables condicionamientos, son acogidas serenamente, a la luz de la fe, pueden convertirse en una ocasión maravillosa para comprender y vivir el misterio de la Cruz, que da un sentido completo a la existencia humana. Por eso, quiero insistir en un principio en sí mismo obvio aunque frecuentemente incumplido: es necesario asegurar el respeto de los derechos y el mejoramiento de las condiciones de vida no de un círculo privilegiado de pocos, sino de todos. Sólo sobre este fundamento se podrá construir un orden local, nacional e internacional realmente marcado por la justicia y solidaridad, como es deseo de todos.
Nos dice San Pablo: "Hay mayor felicidad en dar que en recibir". El creyente experimenta una profunda satisfacción siguiendo la llamada interior de darse a los otros sin esperar nada. El esfuerzo del cristiano por promover la justicia, su compromiso de defender a los más débiles, su acción humanitaria para procurar el pan a quién carece de él, por curar a los enfermos y prestar ayuda en las diversas emergencias y necesidades, se alimenta del particular e inagotable tesoro de amor que es la entrega total de Jesús al Padre. El creyente se siente impulsado a seguir las huellas de Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre que, en la perfecta adhesión a la voluntad del Padre, se despojó y humilló a sí mismo, (cf. Flp 2,6 ss), entregándose a nosotros con un amor desinteresado y total, hasta morir en la cruz. Desde el Calvario se difunde de modo elocuente el mensaje del amor de Dios a los seres humanos de toda época y lugar.
Reconocer el amor que Dios nos tiene
En su mensaje para la Cuaresma de 2006, el Papa Benedicto XVI nos dice que “la Cuaresma es el tiempo privilegiado de la peregrinación interior hacia Aquél que es la fuente de la misericordia. Es una peregrinación en la que Él mismo nos acompaña a través del desierto de nuestra pobreza, sosteniéndonos en el camino hacia la alegría intensa de la Pascua”.
Hace pocas semanas, el Papa Benedicto XVI presentó su primera encíclica, sobre el tema del amor. Al hacerlo, ha llamado la atención de todo el mundo sobre la centralidad de la vivencia del amor en la vida del cristiano. El Hijo de Dios nos ha amado primero, "siendo nosotros todavía pecadores", (Rm 5,8), sin pretender nada, sin imponernos ninguna condición a priori. Frente a esta constatación, ¿cómo no ver en la Cuaresma la ocasión propicia para hacer opciones decididas de caridad a favor de una cultura de la vida? ¿Cómo no reconocer la ocasión para la generosidad, para la solidaridad? Como medios para combatir el desmedido apego al propio bienestar, este tiempo propone la práctica eficaz del ayuno y la limosna. Privarse no sólo de lo superfluo, sino también de algo más, para distribuirlo a quien vive en necesidad, contribuye a la negación de sí mismo, sin la cual no hay auténtica praxis de vida cristiana. Es el amor de Dios infundido en nuestros corazones el que tiene que inspirar y transformar nuestro ser y nuestro obrar. El cristiano no debe hacerse la ilusión de buscar el verdadero bien de los hermanos si no vive la caridad de Cristo. Aunque lograra mejorar factores sociales o políticos importantes, cualquier resultado sería efímero sin la caridad. La misma posibilidad de darse a los demás es un don y procede de la gracia de Dios. Como enseña san Pablo, "Dios es quien obra en ustedes el querer y el obrar, como bien le parece"(Flp 2,13).
Al hombre de hoy, a menudo insatisfecho por una existencia vacía y fugaz, y en búsqueda de la alegría y el amor auténticos, Cristo le propone su propio ejemplo, invitándolo a seguirlo. Pide a quien le escucha que gaste, que desgaste su vida por los hermanos. De tal dedicación surge la realización plena de sí mismo y el gozo, como lo demuestra el ejemplo elocuente de aquellos hombres y mujeres que, dejando sus seguridades, no han titubeado en poner en juego la propia vida como misioneros en muchas partes del mundo. Lo atestigua la decisión de aquellos jóvenes que, animados por la fe, han abrazado la vocación sacerdotal o religiosa para ponerse al servicio de la "salvación de Dios". Lo verifica el creciente número de voluntarios, que con inmediata disponibilidad se dedican a los pobres, a los ancianos, a los enfermos y a cuantos viven en situación de necesidad.
Recientemente asistimos a una gran movilización a favor de nuestros hermanos golpeados por la tormenta tropical Stan. En estas circunstancias, los medios de comunicación social desarrollaron un significativo servicio haciendo más directa la participación y más viva la disponibilidad para ayudar a quienes se encontraban en el sufrimiento y la dificultad. Quien asiste al necesitado goza siempre de la benevolencia de Dios. Sin embargo, es fundamental que no nos limitemos a ayudar en los momentos de gran necesidad, olvidándonos después de nuestro compromiso por suscitar una sociedad abierta a la vida, y donde los necesitados encuentren su promoción personal y comunitaria, los débiles gocen de la ayuda que requieren y todos vean respetados su dignidad y sus derechos.
¡Hemos de dejar que realmente nos mueva la caridad de Cristo!
En este espíritu, los invito una vez más, a nuestra CAMPAÑA DE SOLIDARIDAD CUARESMAL, que ya es tradición en la vida de nuestra Iglesia Arquidiocesana, como un gesto de generosidad de todas las comunidades parroquiales y las demás fuerzas vivas de nuestra Arquidiócesis a favor de los más necesitados. En este año, lo recaudado en dicha campaña será destinado a ayudar en algo a quienes se dedican a atender a niños y personas especiales. Sin embargo, esta campaña no debe limitarse a una recaudación económica: que el espíritu de esta campaña sea generar todas las iniciativas posibles para hacer que los cristianos estemos presentes en aquellas situaciones en las que la vida humana se vea amenazada y la solidaridad eficaz sea posible.
Conclusión
Deseo de corazón que la Cuaresma sea para los creyentes un período propicio para difundir y testimoniar el Evangelio de la caridad en todo lugar, ya que la vocación a la caridad representa el corazón de toda auténtica evangelización. Para ello invoco la intercesión de María, Madre de la Iglesia. Que Ella, “fuente viva de esperanza”, nos acompañe en este itinerario cuaresmal. Si escuchamos la voz de Dios en lo más profundo de nuestro ser sabremos gustar la alegría inmensa de las fiestas pascuales. Que Dios nuestro Señor a todos nos bendiga.
Rodolfo Cardenal Quezada ToruñoArzobispo Metropolitano de Santiago de Guatemala
Tomado de Radio Estrella.